H.P Lovcraft LA ANTIGUA RAZA
Providence, 2 de
noviembre de 1927
QUERIDO Melmoth:
... ¿Así que
estás terriblemente ocupado tratando de descubrir el sombrío pasado de aquel
insufrible joven asiático llamado Varius
Avitus Bassianus? ¡Pufí ¡Hay pocas personas que aborrezca más que a esa maldita
ratita siria!
Yo mismo he sido
transportado hace poco a los negros tiempos romanos a causa de mi reciente
lectura del Aenied, de James Rhoades, en una traducción que no había leído
nunca, más fehaciente para P. Maro que cualquier otra versión, incluyendo la de mi tío, el doctor Clark, que
aún no ha sido publicada. Esta diversión virgiliana, unida a los espectrales
incidentes y acontecimientos de la fiesta de Difuntos con sus ceremonias
brujeriles en las colinas, me provocaron la noche del lunes pasado un sueño muy
vivido y claro desarrollado en los tiempos de los romanos, con tales
connotaciones terroríficas que estoy seguro algún día plasmaré en papel. Los
sueños sobre los romanos no eran infrecuentes durante mi infancia —generalmente
seguía al divino Julio arrasando las Gallas, convertido en un Tribunus
Militum—, pero hacía tanto tiempo que no tenía uno que éste me ha impresionado
mucho.
Atardecía en un
crepúsculo rojizo en la ciudad provinciana de Pómpelo, a los pies de los
Pirineos en la Hispania Citerior. El año
que trascurría era uno de los del final de la República, ya que la provincia
aún estaba gobernada por un procónsul senatorial en vez del legado de Augusto,
y el día era el primero de noviembre. Las colinas se erguían rojizas y doradas al norte de la pequeña ciudad, y el
sol lucía oblicuo sobre las piedras recién colocadas de los edificios enormes
del foro y las paredes de madera del circo, hacia el este. Grupos de ciudadanos
— colonos de Roma y nativos romanizados de negros cabellos, junto con gentes
mestizas por las uniones entre ellos, vestidos con suaves túnicas— y
legionarios armados y hombres de negras barbas llegados de las cercanas tribus
de los vascones, caminaban por las calles y el foro con una especie de pasividad vaga e indefinida. Yo mismo
acababa de bajarme de una litera que los portadores ilirios habían traído, a
través de Iberia, desde Calagurria. Creo que yo era un cuestor provincial
llamado L. Caelius Rufús, y que había sido llamado por el procónsul, P.
Scribonius Libo, cohorte de la XII legión, bajo la tribuna militar de Sex.
Asellius; el legado de toda la región,
Cr. Balbutius, también había venido desde Calagurria, donde se hallaba
permanentemente.
La causa de la
reunión era un horror que pululaba en las colinas. Los ciudadanos estaban
aterrorizados, y habían solicitado la
presencia de una cohorte de Calagurria. Estábamos en la terrible estación del
otoño, y la gente salvaje de las
montañas se preparaba para las aterradoras ceremonias de las que sólo
llegaban rumores a la ciudad. Ellos eran la antigua raza que habitaba en lo más
alto de las colinas y que hablaban un cortante lenguaje que los vascones no
podían entender. Rara vez se los veía; pero algunas veces al año enviaban
mensajeros de ojos pequeños y amarillentos (que parecían escitas) para traficar
con los mercaderes por medio de señas; y todos los otoños y primaveras
realizaban sus ritos ancestrales en los picos de las montañas, y con sus gritos
y fogatas aterrorizaban a los ciudadanos de las villas. Siempre era igual; la
noche anterior al inicio de mayo y la noche anterior al inicio de noviembre.
Mucha gente podía desaparecer antes de esas fechas para no ser vista nunca más.
Y había ciertos rumores acerca de que los pastores y agricultores nativos no
estaban mal dispuestos con aquella antigua raza, y que más de una cabaña de
campesinos se hallaba vacía aquellas noches sabáticas.
Aquel año el
horror fue grande, pues la gente sabía que las miras de la antigua raza
apuntaban a Pómpelo. Tres meses antes,
cinco de aquellos hombres de mirada furtiva habían llegado de las colinas, y
tres de ellos habían sido asesinados en el mercado. Los dos restantes habían
vuelto a sus colinas sin decir una palabra; y aquel otoño ni un solo lugareño
había desaparecido. No era lógico. No
era corriente que la antigua raza perdonara a sus víctimas para el Sabbath. Era
demasiado bueno para ser normal, y los
habitantes estaban asustados.
Durante muchas
noches hubo batir de tambores en las colinas, y finalmente el edil Tib.
Annaeaus Stilpo (de sangre nativa) había
llamado una cohorte de Balbutius, en Calagurria, para acabar con el Sabbath de
aquella horrible noche. Balbutius había rechazado de plano los temores de los
ciudadanos, y aseguraba que los terribles ritos de la gente de las colinas no
tenían nada que ver con los ciudadanos romanos. Yo, sin embargo, que debía ser
un amigo cercano de Balbutius, estaba en desacuerdo con él; argumenté que había
estudiado detenidamente la negra, prohibida ciencia, y que creía que la antigua gente sería capaz de lanzar alguna
maldición impronunciable sobre la ciudad, que ante todo era un asentamiento
romano y cobijaba gran cantidad de ciudadanos nuestros. La comprensiva madre
del edil, Helvia, era romana pura, hija deque los vascones no podían entender.
Rara M. Helvius Cinna, que había llegado con la armada de Escipión. De forma
que envié un esclavo - un pequeño griego
llamado Antípater— al procónsul con una serie de cartas; y Escribonius
atendió mis ruegos y ordenó a Balbutius que enviase la quinta cohorte, bajo el
mando de Asellius, a Pómpelo; aconsejando que recorriese las colinas la primera
noche de noviembre y cogiese todos los
prisioneros que interviniesen en esas orgías sin nombre, trayéndolos a Tarraco.
Balbutius, sin embargo, había protestado, por lo cual hubo más intercambio de
correspondencia.
Yo había escrito
tantas veces al procónsul que éste llegó a interesarse profundamente en el
tema, y decidió intervenir personalmente en el horrible asunto. Finalmente se
dirigió a Pómpelo con su consejero y asistentes personales; allí escuchó los suficientes rumores como para
preocuparse, y decidió acabar con aquellos ritos. Deseoso de ser acompañado
por alguien que hubiese estudiado el
tema, me ordenó que acompañase a la cohorte de Asellius; Balbutius también vino
con nosotros para insistir en sus creencias, pues él pensaba sinceramente que
las acciones militares drásticas podrían
desarrollar un resentimiento peligroso en contra de los vascones. De
esta forma nos hallábamos en el místico crepúsculo de las colinas otoñales: el viejo Escribonius Libo
con su toga de mando, los rayos dorados reflejándose en su cabeza lisa y en su
rostro de halcón; Balbutius con su casco resplandeciente, con los labios
contraídos en una mueca de oposición; el joven Asellius con sus maneras graves
y su aire de superioridad, y la curiosa mezcolanza de gentes, legionarios,
aldeanos, paseantes, esclavos y criados.
Yo mismo llevaba una simple toga, sin ningún distintivo especial.
Y por todos
sitios se hacía patente el horror. Las gentes de la ciudad no se atrevían a
hablar en voz alta, y los hombres del cortejo de Libo, que llevaban aquí una
semana, parecían haber adquirido algo de esas tétricas maneras. Incluso el
viejo Escribonius parecía muy serio, y las fuertes voces de los que habíamos
llegado después sonaban inapropiadas, como si
estuviéramos en un lugar de muerte o en el templo de algún dios mítico.
Entramos en el praetorium y nos entregamos a una grave conversación. Balbutius
presentó sus objeciones, y fue apoyado por Asellius, que parecía ser muy contemplativo con los nativos a la vez que
creía inoportuno excitarlos. Ambos soldados mantenían que era mejor afrontar
los miedos de los pocos nativos
colonizados no haciendo nada que levantara las iras de los muchos pobladores y
lugareños de las colinas acabando con sus ritos ancestrales. Yo, en cambio,
mantenía que debíamos entrar en acción, y me ofrecí voluntario para una posible expedición.
Apunté que los salvajes vascones eran como poco turbulentos e inciertos, de tal
forma que un encuentro armado con ellos era inevitable más pronto o más tarde,
fuesen cuales fuesen los cuidados que dispusiéramos; que en el pasado no habían demostrado ser
serios adversarios a las legiones romanas, y que podría ser peligroso que los
mandos de la Roma imperial no tomasen medidas para proteger a sus ciudadanos.
También dije que el éxito de la administración de una provincia dependía en
primer lugar de la seguridad de los elementos civilizados en cuyas manos descansaban los resortes del comercio y la
prosperidad, y por cuyas venas circulaba la sangre del pueblo romano.
Estos elementos, aunque eran minoría,
daban estabilidad al conjunto, y su cooperación mantenía firme el poder en la
provincia del Imperio, del Senado y la gente de Roma. Era materia primordial
proteger a los ciudadanos romanos; incluso (y aquí lancé una mirada sarcástica
a Balbutius y Aselius) aunque fuese necesario algo de actividad y se
interrumpiesen las fiestas y banquetes
en el campamento de Calagurria.
De acuerdo a mis
estudios, no tenía ninguna duda de que el peligro sobre la ciudad y habitantes
de Pómpelo era algo real. Había leído muchos manuscritos sirios, egipcios y de
las crípticas ciudades de Etruria,y había hablado frecuentemente con los
sacerdotes de Diana Aricina en su templo en los bosques que bordean el lago
Nemorensis. Había ciertas maldiciones
horripilantes que podían ser invocadas en las colinas la noche del
Sabbath; maldiciones que no debían existir dentro de los límites de la nación
romana; y no era menester permitir la realización de orgías que ya habían sido
condenadas por A. Postumius que, cuando era cónsul, había ejecutado a muchos ciudadanos romanos por la práctica de
bacanales; estos acontecimientos fueron recogidos por el senador consular de
Bacanalia, que mandó esculpirlos en bronce y mostrarlos a las gentes.
Además, antes de
que el poder de las invocaciones pudiesen traer algo material, el hierro de la
pilum romana podría acabar con ellos, esta festividad no podía significar mucho
para la fuerza de una simple cohorte. Sólo se necesitaría apresar a los
participantes, y la liberación de los simples espectadores reduciría el
resentimiento que pudieran haber adquirido los simpatizantes de los ritos de la
antigua raza. Resumiendo, los principios políticos requerían acciones
drásticas; y yo no albergaba ninguna
duda de que Publius Escribonius, con su sentimiento de dignidad y sus
obligaciones para con las gentes
romanas, ordenaría avanzar a la cohorte, y a mí con ella, a pesar de las
objeciones de Balbutius y Asellius; que, en
verdad, hablaban más como provincianos que como ciudadanos romanos.
El sol se
hallaba muy bajo ahora, y toda la ciudad parecía sumida en un fulgor irreal y
maligno. Entonces el procónsul P. Escribonius dijo que estaba de acuerdo con
mis consejos, y me emplazó en una de las cohortes con el rango provisional de
centurio prímipilus; Balbutius y Asellius accedieron, el primero con mejor
ánimo que el segundo.
Mientras el
crepúsculo caía sobre los precipicios otoñales, un extraño, horrible batir de
tambores se diseminó en la distacia con
monótono ritmo. Algunos de los legionarios se estremecieron, pero las fuertes
voces de mando les hicieron ponerse
firmes; y pronto toda la cohorte fue conducida hacia el este desde el
circo. Libo, al igual que Balbutius, insistió en acompañar a la cohorte; pero
tuvimos gran dificultad para encontrar un nativo que nos mostrase las
escabrosas sendas de las montanas. Por fin, un joven llamado Varcellius, hijo
de romanos de sangre pura, accedió a llevarnos al inicio de las colinas. Comenzamos a caminar bajo la
oscuridad creciente, con los rayos de una plateada luna luciendo sobre los
bosques que se extendían a nuestra izquierda.
Lo que más nos
inquietaba era el hecho de que el Sabath fuera celebrado de cualquier forma.
Las nuevas de que una cohorte se hallaba en camino deberían haber llegado a las
colinas, incluso aunque la decisión hubiese sido otra que la tomada, el rumor debería haber sido igual de
alarmante; sin embargo, los horribles tambores continuaban batiendo, como si
los participantes tuvieran alguna razón peculiar para mostrarse totalmente
indiferentes marcharan o no contra ellos las
legiones romanas.
El sonido creció
en intensidad según nos adentrábamos en las primeras cuestas de las colinas,
con tupidos bosques rodeándonos por
todos sitios, cuyos troncos adoptaban fantasmagóricas formas a la luz de
nuestras antorchas. Todos iban a pie excepto Libo, Balbutius, Asellius, dos o
tres centuriones y yo mismo; y poco a poco el camino se fue haciendo tan
abrupto y estrecho que aquellos que teníamos caballos nos vimos forzados a
dejarlos; dejamos una guardia de diez hombres para guardarlos, aunque las
bandas de ladrones difícilmente se
atreverían a actuar en semejante noche de horror. Después de media hora de
marcha, escalando por escarpes y riscos, el avance llegó a hacerse muy
diflcultuoso para una fuerza tan grande de hombres -unos trescientos— que se
veían obligados continuamente a atravesar
dificultades rocosas.
Y entonces, con
una claridad horrible, escuchamos un sonido helador que provenía de abajo de
nosotros. Llegaba del lugar donde habíamos dejado a los caballos; gritaban...
no relinchaban, sino que gritaban... y no se veía ninguna luz, no se oía el
sonido de voces humanas, que pudiesen indicar qué estaba sucediendo. En el
mismo momento, cientos de fuegos se encendieron en los picachos que estaban
sobre nuestras cabezas, de tal forma que el horror parecía venirnos tanto de
arriba como de abajo. Dirigimos la vista hacia nuestro joven guía Varcellius y
sólo pudimos contemplar una cabeza cortada en mitad de un charco de sangre. En
su mano lucía una corta espada que había
cogido del cinturón de D. Vinulanus, un subcenturio, y su rostro mostraba tal
expresión de horror que incluso los más agerridos veteranos se pusieron lívidos
con su sola contemplación. Se había matado a sí mismo al escuchar los gritos de
los caballos... él, que había nacido y vivido toda su vida en la región, y
conocía qué clase de hombres murmuraba acerca de las colinas.
Las antorchas
empezaron a apagarse, y los gritos de los espantados legionarios se mezclaron
con los de los caballos. El aire se tornó perceptiblemente más frío, más de lo
normal para los primeros días de noviembre, y parecía batir con terribles
vibraciones que yo no me atrevía a conexionar con el zumbido de los tambores.
Toda la cohorte permaneció quieta, y, cuando las antorchas terminaron de
apagarse, contemplé unas sombras fantásticas que se dibujaban en el cielo sobre
la luminosidad de la Vía Láctea, como si proviniesen de Perseus, Casiopea,
Cefeus y Cygnus.
De pronto, todas
las estrellas se esfumaron del cielo, incluso las brillantes Vega y Deben, así
como la solitaria Altair y Fomalhaut.
Las antorchas se apagaron completamente, todas a la vez, y sobre la
cohorte aterrada y aullante sólo quedó el
desconcierto y la luminosidad de los horribles fuegos que ardían en las
cumbres; un infierno rojo, y la silueta de las formas imposibles y colosales de bestias tan
innombrables que ni los sacerdotes prigios ni los hechiceros se han atrevido a
murmurar en su más alocadas historias.
Y por encima del
clamor de los gritos de hombres y caballos el demoniaco batir de los tambores
se incrementó, mientras que un viento
salvaje y helado barría las cumbres llevando consigo el terror, sacudiendo a
cada hombre por separado hasta que la cohorte se dispersó gritando en la
oscuridad, como si se enfrentasen a los designios de Laocoon y sus hijos. Sólo
el viejo Escribonius parecía resignado. Pronunció unas quedas palabras que pude
escuchar claramente entre aquel clamor, y aún resuena su eco en mi cerebro.
-Malibia vetus; malihia vetus est... venit... tándem venit..." (1).
Y entonces
desperté. Fue el sueño más vivido que he tenido desde hace anos, superpuesto en
mi subconsciente sobre lugares y cosas olvidadas. No existe ninguna crónica del
destino de aquella cohorte, pero la ciudad, al menos, fue salvada; las
enciclopedias hablan de la existencia de Pómpelo en nuestros días, cuyo nombre
español contemporáneo es Pompelona... (2). Siempre tuyo por la Supremacía del
Godo: G. lulius Verus Maximinus
(1) «La malicia, la malicia es vieja... Llega... llega al fin..."
(N. del T.).
(2) Evidentemente, se refiere a la ciudad de Pamplona. (N. del T.).
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